El ambientalismo extremo cuestiona su uso en las producciones de campo, sin comprender que es absolutamente inexorable emplearlos si se pretende continuar alimentando al mundo al mismo tiempo que se combate el calentamiento global.
No quita que su utilización deba ser cuidadosa, cumpliendo la normativa vigente y con el debido respeto para con el ambiente. Los agroquímicos obligan a tomar recaudos. El agricultor argentino lo sabe perfectamente y tiende a utilizar productos de baja toxicidad, banda verde. Su propia familia vive dentro de los límites del campo o pasa largos periodos en él.
Un informe realizado por una consultora estadounidense encuentra que prácticas de conservación como la siembra directa y los cultivos de servicio, sufrirían si el glifosato no estuviera disponible. Es algo que conocemos perfectamente pero que para el farmer es bastante más novedoso.
Se trata del trabajo de una firma de inteligencia estratégica con sede en Ohio, Estados Unidos. La misma concluye que las consecuencias a corto plazo de la no utilización del glifosato serían costosas y de gran alcance, no solo para los agricultores del país sino también para la economía y el ambiente.
Aimpoint Research, la consultora que realizó la tarea, aprovechó múltiples métodos de investigación y análisis, incluida la investigación de código abierto, el modelado económico y entrevistas con expertos, para comprender las complejidades del impacto del glifosato en la agricultura estadounidense y describió cómo podría ser el futuro sin este agroquímico. Sus conclusiones se pueden extrapolar a otras agriculturas del mundo, en líneas generales.
Los investigadores reconocen que el sistema se adaptaría a través de prácticas sustitutas pero a un costo sustancialmente mayor para los productores y el ambiente, en principio por un aumento general de las labranzas y una disminución en los cultivos de cobertura. De hecho algo de esto se halla a la vista con el crecimiento de la resistencia en las malezas problema y productores que recurren a una opción poco feliz para salir del paso.
Prescindir de este químico podría conducir potencialmente a la liberación en EE.UU. de hasta 34 millones de toneladas de dióxido de carbono al año, el equivalente a las emisiones de 6,8 millones de automóviles conducidos durante doce meses o el carbono secuestrado por casi 15 millones de hectáreas de bosques. El gasto en insumos crecería 2 a 2,5 veces debido a la oferta limitada y los precios más altos de los productos alternativos. El aumento afectaría desproporcionadamente a las explotaciones más pequeñas.
Mucho tiene que ver con el mayor uso de la labranza convencional, que elevaría el costo de producción, tanto de mano de obra como de maquinaria y combustible, en más de USD 1,900 millones para los agricultores. Esto agregaría presión inflacionaria sobre los alimentos a largo plazo. Pero además, el uso intensivo de la labranza contribuye con la emisión de carbono almacenado en el suelo que, al exponerlo a la intemperie se oxida y como dióxido de carbono forma parte de los gases tipo invernadero causantes del calentamiento global del planeta.
Otras alternativas eventualmente estarían disponibles con el tiempo, pero tomaría varios años y una inversión significativa obtenerlas. Es probable que esta inversión se vea frenada por la incertidumbre regulatoria y un vacío en la innovación de protección de cultivos.
El informe también establece que aunque los efectos más severos se sentirían a nivel de campo, los cambios marginales en la mayor intensidad de carbono podrían reducir la demanda del mercado de maíz y soja utilizados como materia prima de combustible renovable, debido a que ya no serían tan sustentables. Los costos de producción de los productos básicos, y el costo agregado más alto se trasladaría a los usuarios finales de combustibles renovables, carne, lácteos y huevos.
Si bien los mercados se adaptarían a un mundo sin glifosato, la rápida liberación de gases de efecto invernadero iría a revertir décadas de conservación y sostenibilidad.
El punto es que no hay mayores soluciones a la vista. La agricultura sin agroquímicos, orgánica, es tan noble y respetada como cualquier otra actividad de campo destinada a generar alimentos. Recurre a herramientas lícitas y apunta a un nicho de consumidores de buen poder adquisitivo. A ciencia cierta todos seriamos amantes de aquellos sistemas que no usan insumos de sintesis química, pero el problema es que con ellos no es posible alimentar a la humanidad; sus propios cultores saben que los rendimientos promedian el 50-60% de lo que obtiene la agricultura en siembra directa.
Así, esta modalidad de cultivo tiene límites. Francia y Macron se han dado cuenta y van haciendo algo más lento de lo previsto el viaje hacia una agricultura con la mínima expresión en el uso de agroquímicos. El ejemplo fallido más conocido es el de Sri Lanka en 2019. Gotabaya Rajapaksa, el presidente electo en aquel año, prometió una transición del país a la agricultura orgánica en no más de una década.
Inmediatamente arrancó con una prohibición a la importación y al uso de fertilizantes sintéticos y también de pesticidas no naturales, con lo cual obligó a los más de dos millones de agricultores del país a practicar la agricultura orgánica. A partir de la visión de los ambientalistas que rodeaban al mandatario, la idea fue liderar una movida a nivel global.
Pronto se dieron cuenta de que estaban obteniendo no mucho más de la mitad de la producción habitual. Están frescas las imágenes del presidente huyendo del país mientras los manifestantes tomaban su residencia en medio de una crisis económica sin precedentes. Una parte de ella se atribuye a la escasez de alimentos generada por la propuesta del mandatario. El dejar de usa fertilizantes convencionales fue visto como el mayor daño a los volúmenes que el país generaba.
Los activistas verdes afirman que podemos alimentar al mundo con cultivos orgánicos. No hay elementos para creer que pueden escalar y generar tal resultado, incluso hay discusiones sobre la capacidad para llegar a un buen balance de carbono, ya que necesita más labores.
Prescindir de los productos químicos obligaría a recurrir a una superficie cultivada un 40 por ciento mayor para obtener los mismos alimentos. No está claro de dónde podría salir un área semejante. Y de lograrlo podría afectarse la superficie con bosques, las zonas de conservación, la biodiversidad misma. A la luz del cambio climático, ampliar la cantidad de tierra cultivable no es una solución viable, menos que menos de manera convencional.
Ahora hay toda una saludable movida en torno de los bioinsumos elaborados a partir de organismos benéficos tales como bacterias, hongos, virus, e insectos, o bien a extractos naturales obtenidos de plantas. No suena posible que vayan a reemplazar totalmente a los agroquímicos pero van a permitir reducir su uso. La tendencia parece firme. En buena hora.