Hay una etapa del ejercicio del poder donde la corrupción ocupa el lugar de lo casual, de lo excepcional. La estructura aísla al corrupto como la parte enferma de esa sociedad. Luego, la evolución puede eliminar o multiplicar los datos y los ejemplos de quienes utilizan el Estado para su propio beneficio. Finalmente, en los gobiernos que se enamoran del uso y la ocupación del poder -siempre- el enriquecimiento de sus miembros se va convirtiendo en parte esencial de la ambición por permanecer.
La razón que define al gobierno se puede componer de pensadores políticos signados por la voluntad de mejorar la sociedad o por ambiciosos impunes que manejan la corrupción intentando evitar el riesgo de ser alcanzados por la Justicia. Desde el retorno de la democracia, la figura del operador político fue expulsando al político de vocación: el negocio se impuso a las ideas. El personalismo eliminó al partido, el obsecuente expulsó al disidente, el coimero se impuso al soñador. La lealtad al poder de turno fue una manera de seleccionar a los peores, el coimero fue elegido por su necesidad de oficialismo al servicio de su impunidad. La corrupción se ocupó de expulsar la disidencia, robar estuvo permitido para evitar y superar el pecado de criticar.
Dicen compartir ideas, pensamientos, pasados, cuando lo que realmente comparten son los beneficios del poder y los termina uniendo la complicidad. Están los que se enriquecen sin límites, esos vendrían a ser los triunfadores, los jefes. Están también los que se acomodan ellos y logran ir acomodando a parientes y amigos; esos ocupan el lugar de la degradación del militante. En los tiempos de militantes, trabajábamos en lo privado y aportábamos a la política. Eso duró años y nos templó en la lucha. Luego el Estado amontona empleados y funcionarios y convirtió a la política en una forma de evitar las inclemencias de la realidad. Por fuera del Estado, la miseria impone sus reglas, la corrupción no la resuelve, se conforma con negarla en la contabilidad. Los funcionarios no ocultan su ascenso social: algunos lo lucen como si fueran fruto de sus logros, de su talento o de su suerte; otros lo ocultan o al menos lo convierten en festejos privados. Donde ayer hubo coincidencia en las ideas, hoy el factor que los une es la simple complicidad.
Asombra el hecho de que acusen a los que pensamos distinto de estar pagados por el mal, las corporaciones y el imperialismo. Siguiendo con la nefasta teoría de que no puede haber dos demonios, si ellos ocupan el espacio del bien, quedamos el resto ocupando las prebendas del mal. Como la dictadura era genocida, cosa que nadie discute, la guerrilla terminaba siendo lúcida, cosa que sólo ellos pueden intentar sostener. La violencia fue un error del pasado; la obsecuencia al poder de turno parece en muchos casos convertirse en la manera de resolver las equivocaciones del ayer. En ambos casos somos parte de una generación que fue más lo que dañó a la sociedad que lo que la ayudó. Los daños son duras marcas en la integración social, marcas cuya responsabilidad compartimos con la enfermiza ambición de los adoradores del mercado. Los extremismos nos hicieron retroceder. Entre la violencia de una izquierda que no podría jamás imponer el socialismo y se termina conformando con degradar el capitalismo y la impunidad de un liberalismo económico que cree que sólo la ambición es el motor de la historia; entre estas dos demencias se debate nuestra frustración.
Antes, las mesas de los bares y restaurantes nos convocaban para compartir ideas. Ahora, uno ya ni los ve, eligen lugares más elegantes y solitarios, prefieren hoteles para extranjeros ricos donde se encuentran para hablar de negocios. Los empresarios expresan que la corrupción es solo por el exceso de los retornos exigidos, como si la ética ocupara el lugar del porcentaje, pero no imaginan un gobierno sin ellos. En rigor, mientras el dinero sea lo más importante, ellos tienen la seguridad de poder imponer su ley.
Concebir al dinero como la esencia del poder implica siempre ingresar al mundo del atraso. Una sociedad que no tiene una clase dirigente, entendida como un sector decidido a pensar el país más allá de sus propios intereses, es una sociedad que cae fácilmente en la tentación del personalismo que sustituye a las instituciones. Eso es el kirchnerismo, un simple sistema prebendario donde la lealtad al poder de turno sustituye las obligaciones que imponen la ley y las instituciones. Perón decía que sólo la organización vence al tiempo y al número; lo planteaba para que con él se terminara el personalismo. Son tan ortodoxos que prefieren heredar a Stalin. Cosas de los ortodoxos.
Infobae