"No hay fumigaciones en los campos. Son aplicaciones con pulverizadoras”
El periplo de los sicarios prófugos desnudó muchas precariedades. El periodismo se ocupó profusamente de ellas, remarcando la falta de preparación, la inoperancia, la precariedad de recursos, la desarticulación entre distintas fuerzas, la sospecha de corrupción e infiltración del narcotráfico en nuestra sociedad.
El episodio tuvo final feliz, y ahora sabemos que hay mucho trabajo por delante.
Pero la saga de Cayastá arrojó otros corolarios. Durante diez días, desfilaron por las pantallas imágenes y comentarios sobre el campo. Los movileros se ufanaron en describir, “maizales”, “sojales” y “arroceras” (o “arrozales”), “taperas”, “molino arrocero”, “guadales” y “baches”.
En algunos casos, haciendo gala de aquella fluidez e ignorancia con que el personaje de Borges hablaba en distintos idiomas.
Vayamos por la positiva. Como dijo el sarcástico tuitero @pablodb1, al menos se verificó que en Santa Fe no todo es soja. Sorpresa. Como fue sorpresa para mí escuchar que un comunicador dijera sin pudor que “los prófugos se metieron en un sojal y de allí no pueden salir vivos”.
El fantasma del glifosato y las “fumigaciones” anida en las neuronas bien trabajadas en las escuelas de periodismo, fuertemente influidas por el discurso facilista de los verdes. Y llegamos a un punto en el que vale la pena detenerse.
Al fin y al cabo, lo que está en juego es la imagen de un bien y un sistema de producción que han convertido a la Argentina en un país viable, a pesar de nosotros mismos.
Los comunicadores nacen y se nutren en la ciudad. Tomemos una bastante conocida: la ciudad de Buenos Aires. Tiene 20.000 hectáreas, contorneadas por la General Paz, el Riachuelo y el Río de la Plata.
En esta superficie, circulan millones de autos, camiones, buses, combis que queman, por año, 2.000 millones de litros de combustibles, nafta, gasoil y GNC.
Usted habrá notado, cuando carga en una estación de servicio, que de esas mangueras de los surtidores sale un líquido altamente inflamable. Un tiempo después, advierte que el tanque está nuevamente vacío. ¿Qué pasó?
Pasó que ese líquido le permitió hacer un montón de kilómetros, convirtiendo su energía potencial, en cinética. No es magia, lo logró Nikolaus Otto, en 1876, cuando inventó el motor de cuatro tiempos. Admisión, compresión, explosión y escape.
¿Qué es lo que escapa? Es el gas residual: CO2, óxido nitroso, y moléculas de distinto tamaño porque la combustión no es completa (algunas partículas son realmente peligrosas). Y sale como humo, por el caño de escape. Sí: estamos fumigando dentro de la ciudad, 2.000 millones de litros de hidrocarburos.
Sobre 20.000 hectáreas, nos da una media de 10.000 litros por hectárea y por año. Es lo que está en el aire y lo respiramos trece veces por minuto. Y no nos hacemos mucho problema por esto.
Veamos ahora al demonizado glifosato y otros productos utilizados para proteger a los cultivos. Ninguno de estos productos “se fumiga”. No hay fumigaciones en los campos. Son aplicaciones con “pulverizadoras”.
Diluídos en agua, los productos se esparcen sobre los cultivos y no van más allá de ellos. Afectan a las malezas e insectos sensibles, o eliminan los hongos como el piocidex. Esto no es humo… Los cacos podrían haberse escondido en la soja. Los asustó el movilero.
Una hectárea de soja recibe tres litros de glifosato por año. Y otro kilo de insecticidas y funguicidas. En todos los casos, se usan productos de baja toxicidad.
Total, cuatro kilogramos por hectárea y en el medio del campo, sin fumigación, sino en fino spray sobre los cultivos. Versus 10.000 litros por hectárea de hidrocarburos que se hacen humo en la ciudad.
Por suerte, una parte de ellos (10%) ya viene del campo, vía biodiesel o etanol. Y todo indica que vamos a más.
Mientras tanto, comamos tranquilos.
Clarín