Los “ambientalistas” no pueden digerir los enormes beneficios ambientales de este proceso
La estrella del glifosato
El glifosato se convirtió en la estrella mediática de la semana. El herbicida fue clave en el enorme salto productivo de las últimas dos décadas, no solo en estas pampas, aunque en ningún lado ha tenido tanto impacto. Unido estrechamente a la irrupción de la biotecnología, con la llegada de la soja RR resistente al herbicida, facilitó el desarrollo de la siembra directa.
En 1996, cuando el entonces secretario de Agricultura Felipe Solá liberó la primera variedad transgénica (que no fue de Monsanto como todo el mundo cree, sino del flamante semillero de Nidera), en la Argentina se sembraban 5 millones de hectáreas de soja. Hoy se superan las 20 millones. Y esto no se explica por la sustitución de otros cultivos.
Lo que sucedió fue un avance fenomenal sobre la frontera agrícola, sobre todo en el oeste de la región pampeana. Allí campeaban el gramón y el sorgo de Alepo, dos malezas “de combate obligatorio” pero imposibles de controlar con las herramientas existentes. Su destino excluyente era el uso ganadero, con praderas de bajísima productividad, en las que las especies de mayor valor eran “comidas” por el gramón.
La solución recomendada era el laboreo intensivo, durante el verano, para romper los rizomas y exponerlos al sol. En otoño, se aplicaba un herbicida (costosísimo).
La misma receta corría para el sorgo de Alepo. Un horror para los suelos, desnudos y sometidos a la erosión hídrica y eólica. Hoy sería inconcebible. Con el paquete RR + Glifo llegó la solución. Sabíamos que se venía un gran salto productivo, pero no podíamos imaginar su envergadura.
Junto con otras medidas macro, como la desregulación de los puertos, el dragado de la hidrovía y la inexistencia de derechos de exportación, se generó un marco muy atractivo para la inversión. Además de multiplicar por cuatro la producción (pasamos de 15 a 60 millones de toneladas), se levantó la más poderosa y moderna industria de crushing (molienda) de soja del mundo, con una capacidad instalada para procesar toda la producción argentina y algo más.
Toda la soja puede salir con valor agregado, convirtiéndose en harina de alto contenido proteico, aceite, biodiesel, lecitina, glicerina. Una cascada que aporta entre 25 y 30 mil millones de dólares por año, por lejos la principal industria exportadora del país.
Pero los contrarios también juegan. Los llamados “ambientalistas”, que no pueden digerir los enormes beneficios ambientales de este proceso (menor uso de combustibles, aumento de la materia orgánica de los suelos, mejor aprovechamiento del agua, menos unidades de CO2 emitidas por tonelada de producto, limpieza de malezas exóticas, etc.) buscaron por todos los medios demonizar al glifosato, cuyo mayor pecado parece ser su génesis: los laboratorios de Monsanto. Igual que el gen RR.
Ahora, se anotaron un poroto. La IARC, una oficina de las Naciones Unidas que entiende en el sensible tema del cáncer, reclasificó al glifosato. Hasta ahora todos los estudios científicos habían demostrado fehacientemente la falta de relación entre cáncer y glifo.
No hay nueva evidencia científica, sino una revisión facilista frente a la presión verde. Y por otro lado, la IARC lo ubica en la misma categoría del café y el mate caliente, que sí son para beber. El segundo hecho es mucho más serio. La EPA, agencia ambiental de los EEUU, salió al cruce del verdadero problema, que es la irrupción del fenómeno de tolerancia al glifosato en muchas malezas.
La EPA se apresta a regular el uso de este y otros herbicidas, algo a lo que habrá que estar muy atentos porque la problemática es igualmente seria en la Argentina. El fenómeno de la resistencia abarca a otras moléculas. Ya no será cuestión de glifo y a dormir. Vuelve la agronomía.