General Paz, autopista, su ruta (RN 8), y como por obra de magia en apenas hora y media ya estamos rodeadas por campos verdes y bajos, muchos anegados, y caballos sueltos ramoneando. La entrada al pueblo, pródiga en paradores y parrillas al asador, hace un buen contraste con las calles largas, de color piedra o nube y tupidas de naranjos cargados de fruta, casonas coloniales, autos viejos, coches de tiro y lustrosos perros vagabundos. Ah, la dulzura atemporal de lo rural en su versión doméstica. Siempre es bueno sentirla otra vez.
La bienvenida nos la da Isabel Castaño de Michel, creadora y anfitriona de la Posada de la Plaza, en el amplio salón con hogar a leña y vista al patio de piso de ladrillos, fuente con venera, lirios, mecedoras y frutales.
Estratégico punto de partida y de llegada –la posada se encuentra a metros del ingreso al pueblo, frente a la Plaza Gómez, y a pocas cuadras del centro–, aquí hacemos base rápidamente antes de salir en busca de lo nuevo, lo remozado, lo sorprendente y lo típico de Areco, el pueblo que, como el gaucho en sus dichos, nunca se repite y nunca falla. A propósito, vamos primero al Parque Criollo y Museo Gauchesco Ricardo Güiraldes, un predio de 99 hectáreas que cuenta con caballos y vacunos criollos y un casco (inaugurado en 1938) con una colección completísima en cuanto a mobiliario, documentación, platería, literatura, pintura, arte textil y objetos de uso cotidiano en el campo. El patrimonio consiste en las propiedades de los Güiraldes (Ricardo, autor del icónico Don Segundo Sombra, su hermano Pepe, y el padre de ambos, don Manuel, con sus respectivas esposas, patronos de las artes, patrones de estancia, viajeros y políticos) y una notable serie de pinturas de Figari, entre otros.
De camino al centro, en la esquina de Moreno y Bartolomé Mitre el almacén Los Principios sigue casi igual que en 1922, con su despacho de bebidas, carteles pintados, escoberos, estanterías altas de botellas y la luz tímida del sol colándose en los ventanales. Unas calles más allá, en otra esquina (C. Pellegrini y Vieytes), La Casona de Areco ha renovado, desde febrero pasado, el concepto de 'pulpería', con un salón a la vez clásico y moderno y un menú de exquisiteces gourmet de campo, elaboradas por sus dueños: cita obligada –y de placer– para el almuerzo o la cena.
Pero si de novedades se trata, la niña bonita del pueblo es hoy el Museo Molina Campos. Abierto en abril de este año en un edificio proyectado por el gran Luis F. Benedit para la Fundación Las Lilas, este espacio múltiple (con un auditorio para conferencias sobre arte americano, una cafetería de ricos tentempiés a cargo de Hugo Cruz y Karina Scrosotti, una tienda y tres escenas de utilería animadas por relatos en off en la voz de Luis Landriscina sobre la vida de Don Tiléforo Areco, el personaje arquetípico de M. Campos) ofrece en sus salas 65 obras originales (que irán rotando hasta completar un patromonio total de 180) del pintor e ilustrador popular. Acuarelas, pasteles, témperas, bocetos, carteles, dibujos y pertenencias personales del artista dan cuenta, cronológicamente expuestos, de su amplio rango de expresión, su particular humor, y recuperan en conjunto una obra hasta ahora accesible de manera fragmentaria.
La orfebrería es un capítulo fundamental de la idiosincrasia arequera, y así es un deber entonces vagar por las calles tenues de platería en platería, sin dejar de pasar por el Museo Draghi (cuyo fundador, el talentoso platero autodidacta Juan José Draghi, se dice, solía ir al Museo Güiraldes para estudiar las piezas y aprender la técnica), el taller del joven Diego Solis y la tienda de Gustavo Stagnaro, que además de su propia obra tiene una pequeña colección de arte religioso cusqueño de los siglos XIX y XX, para concluir en la tradicional chocolatería La Olla de Cobre o bien La Cervecería, recién estrenada pionera en la elaboración artesanal de cinco aromáticas variedades.
Otra opción, y muy recomendable, es dirigirse a la esquina de Zapiola y Don Segundo Sombra. Allí, en pleno casco histórico, el Boliche Bessonart, reinaugurado como tal hace año y medio por Geraldina y Augusto sin alterar un ápice de su carácter y estilo original, es el lugar de reunión elegido por los locales, que entre un juego de sapo y una copa de buen vino charlan animadamente en la barra o las mesas impares con sus boinas y pañuelos negros y alpargatas o sus botas de montar. Fina estampa de la raza. Como en las fotos que cuelgan en las paredes.
Al otro día, tras el descanso y el nutrido desayuno en esa suerte de remanso dentro del remanso que es La Posada de la Plaza, la Galería de Arte Rioplatense de Martín Chaumeil Bergez, sobre la calle Arellano, resulta un óptimo plan inaugural del día. Hay que ir con ojos frescos y curiosidad despierta para estimar plenamente la estupenda colección de ponchos araucanos y mapuches, matras, aguayos, cuchillos, dagas, estribos de plata y de guampa de carnero (el clásico estribo arequero), rebenques, recados completos, objetos de arte y platería criolla, civil y religiosa, mobiliario, libros antiguos y pintura costumbrista de grandes maestros argentinos. A la hora de comer, Almacén de Ramos Generales y El Café de las Artesostentan platos caseros muy bien preparados y servidos en sus cómodos salones, y La Sodería (atención a la repostería de Gillian Morquin) y la Pulpería de Areco (donde de noche suena lo último de la música electrónica) son ámbitos igualmente cálidos, y algo más informales.
Como un libro abierto, Areco está lleno de claves ocultas y a descubrir cada vez. Del pueblo, como lo definen los arequeros, siempre pujante, apenas alcanza una escapada corta para tener un vistazo, y ni hablar del campo y sus estancias. Quizás por eso siempre hace falta, y da gusto, volver.