Aquel viaje de la soja
Esta semana, en un artículo publicado en La Nación, el joven economista Iván Ordóñez recoge con mucha precisión (y generosidad hacia mi persona) una anécdota que este columnista relató alguna vez. Se refiere a los orígenes de la expansión sojera, con el famoso vuelo de los dos Hércules de la Fuerza Aérea, en 1974, para traer semilla de los Estados Unidos. Creo que vale la pena aportar más detalles.
No era aquél un momento fácil en la relación del campo con el gobierno peronista. Como telón de fondo, se plantaba nuevamente la visión de que cualquier industria es más plausible que las industrias agrícolas en todas sus variantes.
Los argumentos siempre abstractos y a veces también falaces del “efecto multiplicador”, “la generación de empleo de calidad”, ya de por sí establecían una base conceptual para capturar recursos del agro, siempre competitivo, y volcarlos a la quimera histórica.
Los mecanismos de captura eran las retenciones y la intervención del Estado en el comercio agrícola.
Pero en la secretaría de Agricultura había desembarcado un grupo de jóvenes profesionales y productores, muy inquietos, que sumaron sus mejores esfuerzos a pesar de la tensa situación entre gobierno y agro.
Uno de ellos era el ingeniero agrónomo Armando Palau, subsecretario de Agricultura.
Armando tenía una agrotécnica en Carlos Tejedor (AgroOeste), que fue una de las primeras del país. Desde allí había sido promotor de la revolución del sorgo, introduciendo el famoso NK300 que dio prosperidad a pueblos que languidecían en la nada, como Piedritas.
Pero Armando tenía a la soja en su mira. Conocía los esfuerzos de los pioneros, como Pascale, Remussi, Piquín y sobre todo, de Ramón Agrasar.
Agrasar había fundado Agrosoja a fines de los 50. No le fue bien, pero se rehízo cuando trajo a Dekalb a la Argentina.
Dekalb acababa de introducir dos variedades extraordinarias de trigo: el Lapacho y el Tala.
El gobierno peronista no tuvo mejor idea que liberar al mercado, como semilla, lo que tenían en acopio las plantas de la Junta Nacional de Granos. El argumento: abaratar la semilla. El resultado: Agrasar tuvo que abandonar el proyecto trigo.
Pero don Ramón, un ser espléndido a quien rindo tributo en este instante, tenía buena relación con Palau.
Sabiendo que el funcionario tenía un plan serio para impulsar el desarrollo sojero, lo puso en contacto con universidades y bancos genéticos de Estados Unidos, y le recomendó las variedades indicadas de acuerdo con su experiencia.
Palau le encomendó la tarea de conseguir y traer la semilla a otro joven ingeniero, Ricardo Sabán. Fue el brazo ejecutor de la proeza. Palau consiguió la colaboración de la Fuerza Aérea, que puso los dos Hércules. Sabán organizó la logística. Se convocó a los semilleros interesados, muchos que recién empezaban.
Los aviones aterrizaron en Aeroparque y desde allí se despacharon varias toneladas de semilla directo a los multiplicadores. Al año siguiente, hubo semilla para todos y comenzó la expansión.
Una moraleja: a pesar del dislate, de la visión anti-agro de aquel gobierno que terminó en la catástrofe del 76, algo se puso en marcha. Otra moraleja: todo el discurso anti-soja del gobierno kirchnerista es una patraña que ni siquiera conoce estos episodios.
El recientemente fallecido Antonio Cafiero, que sí los conocía, se animaba a una sentencia temeraria: “la soja es peronista”. No lo es. La soja, metáfora de la Segunda Revolución de las Pampas, no tiene partido. Pero no es un maná que cayó del cielo.
En los tiempos de Agrasar, la soja se iba en vicio, crecía pero no daba frutos, se la comían las chinches, “vaneaba”, la ahogaban los yuyos. Hasta que, gracias a una maravillosa epopeya colectiva, se convirtió en la principal industria del país. Y va a más, a pesar de todo.