En los últimos años, la forma de hacer agricultura en la Argentina viene siendo cuestionada por algunos grupos ambientalistas, sectores del Gobierno y una masa relevante de la opinión pública urbana. El uso de agroquímicos -sobre todo glifosato- está en el centro de la escena, y también hay una creciente demanda para que el sector pueda garantizar la inocuidad y la trazabilidad de lo que produce.
Con este debate como telón de fondo, César Belloso, presidente de Aapresid; Alfredo Paseyro, presidente de la Asociación de Semilleros Argentinos (ASA), y Sergio Rodríguez, presidente de la Cámara de Sanidad Agropecuaria y Fertilizantes (Casafe), aceptaron sentarse en el “banquillo”, en el marco de una conferencia plenaria del congreso de Aapresid, que se denominó “Desafíos y controversias del modelo agrícola argentino”. Del panel también participó Miguel Hernández, de la Fundación Solidaridad Latinoamericana, que impulsa la iniciativa “Soja Responsable”.
“Si hay un lugar en el mundo que produce alimentos con sustentabilidad es Sudamérica, a partir del paradigma de la siembra directa. El grueso del modelo agrícola global se hace bajo algún sistema de labranza y no es sustentable”, aseguró Belloso.
Pero en la mesa de debate se planteó que en la Argentina hay una coyuntura política y económica que pone en jaque la adecuada planificación de la secuencia de cultivos, que preserve la riqueza de los suelos (la gallina de los huevos de oro”, lo calificó Belloso) y evite que la mayoría se tenga que refugiar en la soja.
Rodríguez está convencido de que la producción agrícola argentina era más sostenible hace diez años, porque tenía más superficie de maíz y trigo. “Si herimos la rotación atentamos contra la sustentabilidad”, insistió. El presidente de Aapresid coincidió en que el escenario productivo se desequilibró por las restricciones y cupos que “encierran” al maíz y al trigo, entre otros factores.
En la mesa, se coincidió en que el paquete tecnológico, muchas veces demonizado, viene dando una mano para mejorar el perfil ambiental. El presidente de Casafe contó que las compañías invierten 300 millones de dólares por cada molécula de un agroquímico que ponen a disposición del productor para defender un cultivo. Y que la meta es desarrollar productos inocuos para el hombre y el ambiente, con la menor cantidad de ingrediente activo posible y mayor persistencia en los lotes, para que haya que aplicar menos.
“El 90% de los productos que se usan son de banda verde de la FAO; es decir, los de menor nivel de riesgo para la salud y el ambiente”, precisó Rodríguez.
A este contexto, Belloso sumó la agricultura de precisión, que a partir de la dosificación variable permite reducir la cantidad de agroquímicos que se aplican por hectárea, y los desarrollos biotecnológicos, que otorgan protección contra insectos desde la semilla y “ahorran” químicos.
“A la Argentina también le falta una Ley Nacional de Fitosanitarios. Necesitamos uniformidad de criterio. En cada provincia hay legislaciones diferentes sobre los límites para las fumigaciones aéreas”, reclamó Rodríguez.
La contraposición entre alimentos transgénicos y orgánicos también se puso sobre la mesa. “A veces creo que quienes trabajamos en este rubro tendríamos que ponernos un cartelito que diga: yo consumo lo que produzco”, planteó Paseyro, quien recordó que la producción de base biotecnológica tiene fuertes regulaciones para garantizar su seguridad.
“La agricultura orgánica es una idea fantástica, pero utópica porque sin la tecnología para proteger los cultivos la producción caería un 40%”, aseguró Rodríguez.
Hubo un eje transversal que recorrió todo el debate: las dificultades de imagen que tiene el campo entre algunos sectores urbanos. “La industria alimentaria, por ejemplo, tiene una imagen más positiva que el sector agropecuario, a pesar de que nosotros los proveemos de sus insumos básicos”, señaló Paseyro.
“En el mundo se destaca a la agricultura argentina, pero aquí somos los malos de la película”, se lamentó Belloso.
El camino para salir de esta encrucijada comienza con una mejor comunicación y se cierra con la posibilidad de garantizar y demostrar que el manejo de un cultivo cumple a rajatabla las buenas prácticas agrícolas. “Hay protocolos que permiten llevar un registro de lo que se hace en el lote, en el marco de iniciativas como Soja Responsable”, destacó Hernández.
En esa línea va lo que Aapresid está haciendo con el programa de Agricultura Certificada (AC). “A veces a los productores les cuesta comprenden este punto. Dicen ‘si hago las cosas bien, ¿por qué encima tengo que demostrarlo?’. Pero la demanda de la sociedad está, y el registro y la certificación de las buenas prácticas es una herramienta estratégica”, concluyó Belloso.