Algunos van por su tercera o cuarta visita, como la señora que se sienta a mi lado en el Tren de la Selva. Está en éxtasis porque pudo concretar la gran aventura náutica. Se escurre la remera y relata los pormenores de cómo la lancha la arrimó al salto San Martín: “Quedás abajo de la catarata de verdad, es impresionante”.
En la Garganta del Diablo, el súmmum del parque, cuento dos arcoiris entre las nubes de vapor que se desprenden desde el cañón. Las parejitas se abarrotan contra la baranda del mirador y se sacan autofotos dándose un beso. Será que Eros se despierta con la humedad de la piel y el rugir de las toneladas de agua que rompen sobre el cauce del río Iguazú. A otros se les despierta el vértigo. Adrenalina. Fascinación. Aturdimiento. Sorpresa. Imposible ser apático ante estas aguas.
En la última Semana Santa tuvieron que cerrar el PN Iguazú porque el número de visitantes (más de once mil) colapsó su capacidad. Tampoco es cuestión de que haya ahí adentro más personas que vencejos, las aves de plumaje negruzco que anidan en los paredones rocosos y atraviesan invictos las cortinas de agua. Todo tiene un equilibrio en la naturaleza.
Hoteles, cada vez hay más. En el área de las 600 hectáreas de la selva Iriapú, tan cerca y casi aparte de la ciudad, se sumó el año pasado el Village Cataratas a los cinco complejos que ya existían. En plena expansión, el hotel cuenta con 36 habitaciones, restaurante y pileta, mientras planea abrir un spa y triplicar la cantidad de habitaciones.
En Puerto Iguazú siempre hay algo nuevo, como el restaurante La Dama Juana. Cocina de autor pero nada sofisticada proponen sus dueños, con experiencia en hotelería de lujo. También apareció el Icebar Iguazú, un bar al que se entra con campera y guantes térmicos y donde todo es de hielo: paredes, barra, vasos, mesas y sillas. Así es, también se puede pasar frío en Misiones. Lo inminente: el Barco Hotel Casino. Estará anclado sobre el río Iguazú y será el primer esbozo del proyecto de crear una “Mini-Las Vegas” en esta ciudad.